Los pescadores de Bermeo

 Bermeo es un puerto de pescadores en las costas del Cantábrico, lluvioso, húmedo y encantador al mismo tiempo, colmado de esculturas e ideal para degustar pescados y mariscos recién llegados del mar.

por Diego Horacio Carnio

Cuando surgió la idea de visitar un pueblo de pescadores no lo dudamos ni un instante. Desde chico me sentí fascinado por relatos que tenían al mar como contexto y al ser humano como protagonista, a veces de hazañas pesqueras, a veces de supervivencias increíbles, a veces de piratas y firibusteros y otras veces de persecusiones y venganzas. Se me vienen a la memoria El viejo y el mar de Ernest Hemingway o Moby Dick de Herman Melville. Imagino esas horas previas al amanecer, cuando las embarcaciones se preparan para zarpar rumbo a la inmensidad del agua, con las redes aún vacías pero las expectativas colmadas con obtener una estupenda pesca del día.

Lamentablemente, no llegamos a Bermeo antes que salga el sol, como para ver esa ceremoinia metódica que cada marinero realiza antes de lanzarse a la mar. Llegamos casi al mediodía, así que con mucha suerte quizá podríamos ver el retorno de los pescadores a la costa, al hogar, con sus preciados botines de pescados y frutos marinos listos para ser vendidos en las inmediaciones del puerto. Llegamos casi al mediodía les decía, cuando nuestro bus nos dejó en el Parque Lamera, uno de los pulmones verdes de un pueblo que sin él igual estaría colmado del aire del mar.

Atravesamos tímidamente el parque. Los primeros contectos con lugares desconocidos suelen tener ese no se qué, esa mezcla de incertidumbre y expectativa, sobre todo en esos primeros momentos en que aún todo está por descubrirse. En el extremo del parque se encuentra la Oficina de Turismo y el Ayuntamiento; atrás de ellos se levante una medieval mole de piedra que luego nos enteramos que se trata de la Parroquia de Santa Eufemia. Es el templo más antiguo de Bermeo y en su interior juraban los fueros los Señores de Vizcaya, siendo el recinto testigo de semejantes acontecimientos. En la actualidad, Santa Eufemia todavía tiene el honor de ser el sitio donde se celebra la Andramaris, una tradicional fiesta en recuerdo de los marineros desaparecidos en altamar.

Por estrechas callejuelas llegamos a las dársenas del Puerto Deportivo de Bermeo, con una vista que sobrevuela los yates y botes para perderse indefectiblemente en las agua cantábricas. Nos llamó la atención una escultura -comprobaríamos después que Bermeo tiene gran cantidad de figuras esparcidas por sus rincones- que reproducía a un globo terráqueo, que contrastaba de forma preciosa con el contexto del puerto y simbolizaba las gestas bermeneanas, según nos contó un hombre que estaba descasaba ahi nomás de la réplica planetaria. Fue Eustaquio, así su nombre, quien nos recomendó un par de lugares donde podríamos conseguir dentro de un rato los pintxos con los pescados y mariscos más frescos de la pequeña ciudadela. Fue él también quien nos narró historias increíbles sobre los años en que ETA aún luchaba contra España para lograr la independencia del País Vasco. Fueron años de muerte y de tragedias, años duros, tristes, en los que muchos etarras dejaron víctimas y deudos esparcidos en todo el mapa ibérico y más allá.

Recorrimos el puerto, adornado culinariamente con muchos restaurantes bien tradicionales, ideales para ir probando en cada uno alguno de los pintxos que tienen para ofrecer, sobre todo aquellos que contengan entre sus ingredientes productos recién llegados del mar. En este sentido, nuestra primera parada fue en el Bar Etxepe, uno de los que nos recomendó nuestro bermeano amigo Eustaquio, donde nos deleitamos con la enorme , para que uno pueda elegir con voracidad. Tras la euforia de la elección, nos sentamos plácidamente a disfrutar de nuestros bocadillos en una de las mesas de su terraza -vereda-, mirando mar y con una copa de un exquísito vino blanco Txacolí, el vino insignia del País Vasco.

Con las panzas llenas y los corazones contentos continuamos caminando por Bermeo. El pueblo es adorable y a pesar de ser pleno invierno, el sol es un refugio confortable. En el recorrido nos fuimos encontrando con algunas de las célebres esculturas que le han dado fama a la ciudad. Muchas de ellas estan ubicadas sobre los espigones que dan forma al puerto. La obra El Regreso, del escultor Casto Solano, es una de las que más me impactó. Anteriormente, esta figura de un marinero que regresa y lleva en una mano el remo y en la otra a su puqueño hijo, estuvo expuesta en la Expo Sevilla 1992.


Hay otras exculturas a lo largo del espigón, entre las que se destacan dos, ambas en continuidad con las alegorías a mares y navegantes. Primero uno se encuentra con la moderna obra Última Ola, Último Aliento, del escultor Enrike Zubia, que narra la historia de un náufrago y de quienes serían sus deudos, un niño y un perro. La Ola, del artista local Néstor Basterrechea, está más adelante, donde la escollera ya ha pegado la curva y se sirve de una estructura metálica para representar al símbolo marino por excelencia, que conjuga las fuerzas vivas en inmensas del viento y el mar.

En este sencillo y breve pantallazo escultórico, quisiera mencionar un tesoro artístico más de los muchos que conviven en Bermeo. Me refiero al conjunto que da vida, aunque estática, a un hombre, a dos mujeres y a una niña. Todas las intuiciones conspiran para pensar que es un matromonio de abuelos con su hija y su nieta, esperando desde lo alto del puerto la llegada de la embarcación que traerá nuevamente a tierra y al hogar al familar tan querido.

Todas las esculturas son una secuencia de la vida misma de Bermeo que, como todo pueblo pesquero, tiene una historia intrincadamente relacionada con el mar, con la pesca y la navegación. De una u otra manera, todo en Bermeo parece estar relacionado con esa actividad tan noble y tan llena de mitos y costumbres que la asemejan casi casi a una religión, en la que Neptuno o Poseidón son los artífices de las bondades y penurias con las que los audaces marineros pueden encontrarse cada día de sus vidas.

Entre estatua y monumento, nos hicimos algunos ratos de ocio para continuar probando el botin sustraído de las aguas. Recuerdo puntualmente, ya casi al final de nuestra travesía costera, haberme acodado a la barra del Andeko, otro de los sitios recomendados por nuestro amigo Eustaquio. Alli nos dejamos sorprender por la enorme variedad de pintxos que ofrecen, desparramados por la barra, para que uno antes de irse experimente el dilema irresoluble de saber elegir el pintxo más rico. Resolver ese dilema será una deuda que deseamos poder saldar a futuro, cuando el destino nos traiga nuevamente a Bermeo.





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