Bilbao, el Guggenheim y mucho más...

La apertura del Museo Guggenheim en 1997 hizo que Bilbao viviera una era de renacimiento urbanístico y de revalorización histórica, cultural y arquitectónica, situando a la ciudad en los mapas de los viajeros de todas las edades.

por Diego Horacio Carnio

Nuestra primera caminata por Bilbao, nos permitió meternos de lleno en la sensación de transitar por una ciudad moderna y vanguardista en muchos aspectos, pero sin perder por ello su rica tradición y su historia acuñada en siglos y siglos. Teníamos muchas anotaciones en nuestro cuaderno, pero lo que nos encontramos superaba todo lo previsto. Por suerte, por un tema de combinaciones de vuelos, estaríamos en Bilbao varios días, lo que a pesar de nunca ser suficiente, nos permitiría conocer gran parte de los que ésta parte del País Vasco tiene pare ofrecer.

Bilbao -Bilbo en euskera-, es una ciudad grande, pero no tanto como para no recorrerla a pie. Nuestro punto de llegada fue en el Intermodal, una estación de buses que se encuentra al lado del Estadio San Mamés, casa del Athletic de Bilbao. Dos referencias al respecto: el estadio es contemporáneamente hermoso y en el equipo local sólo permiten fichar jugadores vascos, algo que no le resta competitividad a uno de los clubes más importantes de la Liga Española de Fútbol. 

Nuestro camino iniciático continuó atravesando calles, rotondas e incluso las vías del ferrocarril, justo frente a la Estación Bilbao Abando para luego acercarnos por vez primera a las orillas de la Ría de Bilbao, continuación de los ríos Nervión e Ibáizabal, que atraviesa la ciudad para desembocar en el Cantábrico. Para quienes nunca hayan escuchado hablar de una ría, les cuento que la hidrografía da ese nombre a la zona de algunos ríos cuyas aguas son saladas por la intrusión del mar en ellas. Esta situación es posible por varios factores que no vamos a enumerar aquí, pero el más importante es la existencia de un valle costero que queda por debajo del nivel de las aguas marinas. El fenómeno de las rías está muy presente en la geografía ibérica, siendo sitios excelentes para la obtención del famoso pulpo español. También, debemos decirlo, las rías representan el peligro de una potencial inundación. Aún hoy, los vecinos de Bilbao recuerdan con angustia la crecida de las aguas del año 1983, cuando durante agosto las inundaciones alcanzaron los 5 metros en el casco histórico de la ciudad, conservándose hasta hoy las marcas que el retiro de las aguas dejo en muchos edificios. También, el caminante que esté atento, podrá encontrar en algunos muros y dentro de algunas iglesias, la señal de hasta dónde llegó el agua en aquel dramático agosto de 1983.

Tras el largo trajinar, finalmente llegamos al que sería nuestro hotel en Bilbao, la Pensión Basque Boutique, acogedora y muy bien ubicada en pleno centro del casco histórico, desde cuyo balcón podríamos en los siguientes días observar y escuchar el ajetreo diurno y nocturno de la principal urbe del País Vasco. Nos sorprendió que entre los amenities del hotel hubiera tapones para los oídos. Era un mal presagio, pero por suerte no fueron necesarios. Las sólidas ventanas detuvieron el bullicio de los bares y su gente y cada vez que lo quisimos, conciliamos un sueño reparador.

Era media mañana. Aún faltaba un rato para que llegara el momento de almorzar. Nos dimos un baño, yo me tomé un par de los cafés de cortesía que uno podía servirse en el lobby de la Pensión y salimos nuevamente al ruedo. Primer dilema al cruzar las puertas de nuestro hotel: ¿Vamos a la izquierda o a la derecha? Pregunta sencilla pero vital que nos hizo sentir de nuevo la intriga que tan bien lograban los libros de aquella memorable colección llamada Elige tu propia aventura. Pienso en corregir la oración anterior, cuyo plural es una ficción: esos libros son de mi niñez, no de la de mi hijo Valentín, pero reniego de hacerlo y decido de forma unilateral dirigirnos hacia la izquierda done, a tan solo unos 20 metros, nuestros pasos empalman con la Calle de la Pelota, lugar donde esperan ansiosas las mesas de diversos bares de pintxos que anoto mentalmente como pendientes de visitar. Por ahora el camino llama con más fuerza que el hambre. Doblamos a la derecha y en la primera ochava, donde la Calle de la Pelota se cruza con Santa María y se convierte en la Calle del Perro, nos encontramos con tres elementos que nos llamaron la atención. Uno de ellos fue la imagen de la Virgen de la Begoña en el muro donde las tres calles hacen esquina y que forma parte de la Hucha de los Txiquiteros, una alcancía pública donde los bebedores depositan los restos de dinero que la noche de vidurria dejó sobrevivir en sus los bolsillos. Esa ofrenda será destinada, luego, a distintas entidades benéficas. Pero no acaba allí la cuestión, ya que ese mismo sitio tiene en el piso una estrella que marca que ese punto exacto es el único en todo el Casco Histórico desde donde puede verse, allá lejos y en lo alto, la Basílica de Begoña desde el nivel del suelo. Por último y justo por sobre la Hucha y la imagen de la virgen, hay un cartel que indica el nivel alcanzado por el agua en aquellas tristes inundaciones del 26 de agosto de 1983. Parece increíble la altura que alcanzaron las aguas cuando uno observa la marca en la pared.

Bilbao no deja respironi permite descanso alguno. A tan sólo unos 80 metros de la referencia anterior, siguiendo por la Calle del Perro, llegamos a la fuente que le da nombre: la Fuente del Perro. Esta fuente de agua potable tiene no tiene fecha certera de construcción, aunque su fisonomía actual data del año 1800, cuando además comenzó a llamarse tal como hoy la conocemos. Tiene tres brotes de agua, que surgen de igual número de cabezas de leones egipcios y se desparraman sobre un piletón de piedra. Es el lugar ideal para beber directamente del grifo y recargar las botellas para el resto del día, ahorrando el gasto previsto en agua para invertirlo en otros menesteres más sabrosos que ofrece Bilbao, como sus tradicionales Palmeras o sus típicas Carolinas.

En la esquina de la Fuente del Perro doblamos a la derecha y la calle nos puso cara a cara con la Plazuela de Santiago y la Catedral de Santiago de Bilbao, una de las postales del casco antiguo de la ciudad. La plazuela, en épocas navideñas y festivas, se engalana con luces que cruzan de un lado a otro su firmamento, con una fuente pétrea en medio de su traza irregular y adoquinada. Aprovechamos para almorzar unos pintxos en una de los pequeños bares que ha allí. Tienen mesas sobre la plazuela pero, por el frío imperante, decidimos sentarnos dentro, sobre la barra de la Cafetería Bizuete.

Terminado el refrigerio, nos adentramos a los interiores de la Catedral, construida en un sobrio estilo gótico entre fines del siglo XIV y principios del XV, aunque su fachada y su torre fueron restauradas profundamente en el XIX. Dentro, uno puede recorrer solemnemente las tres naves que se extienden, pasando de capilla en capilla a medida que la atraviesa completamente, observando tributos y tumbas en recuerdo de personajes notables del pretérito de la ciudad. A una de los lados del templo, ingresando por la sacristía, se levanta el Claustro, silenciosamente bello, con arcadas adinteladas que lo convierten en uno de las pocas galerías góticas que se conservan en todo el País Vasco. El patio interno transmite una paz profunda. Es bueno saber que el ingreso a la Catedral tiene un costo de 8 euros, pero incluye la igualmente imperdible Iglesia de San Antón, ubicada sobre la Ría de Bilbao.

Ya fuera de la Catedral, es bueno hacerse de un rato para rodearla, observando cada uno de sus lados. Sus pórticos abovedados en puntas o nervios y la Puerta de la Estrella o del Ángel, según de que lado de la misma uno se ubique.

Descubrir Bilbao caminando es fascinante y casi sin darnos cuento llegamos hasta los bordes mismos de la Ría luego de bajar hacia ella por la Calle de la Tendería, la misma que se ubica en el lado posterior de la Catedral. Casi al llegar a las aguas que cruzan la ciudad uno se encuentra con el Mercado de la Ribera, el más tradicional de los tradicionales mercados de abasto bilbaínos. El de la Ribera que aquí nos ocupa tiene la particularidad de parecer un trasatlántico encallado en la costa de la Ría, imponente, majestuoso e invencible. Si bien el edificio data de 1929, ya desde el siglo XIV fue sitio de transacciones comerciales y punto de reunión y referencia para mercaderes de toda Bizkaia. Dentro del recinto nos encontramos con una diversidad de productos enorme, entre ellos algunas exquisiteces lugareñas que de haber tenido una cocina nos hubiésemos llevado a mansalva para disfrutar con un buen vino. Hay algunos restaurantes, a los que prometimos en vano volver más tarde. Era momento de visitar la antigua Iglesia de San Antón, recostada sobre la Ría y justo al lado del Puente homónimo, el más antiguo cruce sobre el agua de la ciudad, constituyendo ambos una de las más vistas postales bilbaínas.

La Iglesia de San Antón abrió sus pesadas puertas en 1468, cuando el crecimiento demográfico y la fe cristiana exigieron nuevos ámbitos para el ejercicio del culto. Se estilo es el gótico, aunque su anatomía no pudo mantenerse al margen de las influencias renacentistas, que quedaron impregnadas en su fachada principal. Construido con posterioridad, su campanario barroco también desentona con el gótico original. En su interior, el entramado del piso, los vitrales y el triforio son elementos que sobresalen y le otorgan personalidad propia al templo.

Ya estaba oscureciendo, lentamente, tan lento como fue nuestro regreso por la orilla de enfrente de la Ría, a la que cruzamos por el Puente de San Antón, el primero en ser construido en Bilbao cuando la ciudad se convirtió, casi sin esperarlo, en un punto neurálgico para el comercio castellano. Seguimos el trazado del curso del agua, con sus curvas y contracurvas, hasta llegar a la inmediaciones del Puente El Arenal. Allí, antes de cruzar la Ría, se encuentra la vieja estación del ferrocarril, aún en funcionamiento, que asombra con su colorida y metálica fachada, donde un cartel anuncia que desde sus andenes parten las formaciones hacia Santander. Dentro, la estación se destaca por su Hall Central de techos de baja altura, con delgadas columnas de hierro que los sostienen. Hicimos unas fotos y continuamos camino, esta vez si cruzando el Puente El Arenal para quedar cara a cara con el famoso Teatro Arriaga, una de las salas más exquisitas de toda la Península Ibérica. La sala teatral ha sido inaugurada en 1890 y ha soportado incendios e inundaciones para llegar hasta nuestros días, con su lujo y su acústica intactas.

Frente al Teatro, dos lugares interesantes. Por un lado, el Parque El Arenal con su moderno Kiosco o Anfiteatro, donde con suerte uno puede encontrarse con algún concierto al aire libre, aunque en todo momento hay artistas callejeros diseminados por el parque que tocan y cantan realmente bien. Cruzando la Calle Arenal, uno se topa con un templo no muy llamativo desde el exterior, que posee la que quizás sea una de las cúpulas más horribles que jamás se hayan edificado, pero cuyos interiores bien merecen una visita. Es la Iglesia de San Nicolás de Bari, que tiene muchos feligreses que la honran con su presencia cada vez que sus campanas llaman a misa.

El gerundio de oscurecer ya se había hecho adjetivo y la noche estaba verdaderamente oscura. No era tarde, pero el invierno de estas latitudes provoca que a esa de las 17 ya la penumbra lo domine todo. Caminamos orientados por un mapita que nos dieron en la puerta de la Iglesia de San Nicolás y llegamos sin problemas hasta la cercana Plaza Nueva de Bilbao, muy amplia y neoclásica, rodeada de restaurantes y de bares y que, según nos contaron, alguna vez fue inundada a propósito para mostrarle al monarca español Fernando VII la grandeza y el poderío de la ciudad. Atravesamos un sottopórtico y pasamos de esta inmensa plaza a la pequeña y ruidosa plazoleta Miguel de Unamuno, donde nacen las escaleras que llevan a la Basílica de la Virgen de Begoña y donde se encuentra el busto del escritor que da nombre a la plaza, cuya historia es curiosa -la del busto digo-, ya que muchas veces fue arrancado del pedestal que lo sostiene para aparecer días después en lugares tan disímiles como un callejón o el fondo de la Ría. La culpa puede atribuirse a dos posibles causas: travesuras juveniles o fantasmas... ustedes sabrán elegir cual es la más probable. Volviendo al Hotel, cenamos unos ricos platillos en el Bar Gau-Txori, que acompañé con un rico vino Txacoli producido en la zona.

Al día siguiente, después de dormir apaciblemente en nuestra Pensión, salí temprano y con mucho frío para apersonarme nuevamente en la Plaza Unamuno y emprender el oblicuo camino que mediante innumerables peldaños llevaba hasta la Basílica de la Virgen de Begoña, patrona de Vizcaya y de los marineros. En el ascenso hice algunas pausas. La que más recuerdo fue la que me permitió conocer el Cementerio de Mallona. Con lo que a mi me fascinan los cementerios no iba a perder la oportunidad de adentrarme en él a través de su elevado pórtico de piedra y visitar a aquellos que en esa tierra descansan su sueño eterno. Debo admitir que esperaba un camposanto caótico y descuidado, pero me encontré con un terreno donde las tumbas no sólo están prolijas, sino que siguen cierto patrón que les da un orden. Mallona, como muchos otros cementerios europeos, surge a partir de la necesidad creciente de enterrar a los muertos fuera de la ciudad, evitando continuar con la práctica funeraria de sepultar a los difuntos en los alrededores de las iglesias. En el caso de Bilbao, fue una epidemia de tifus la que precipitó el traslado de las sepulturas y la apertura del Cementerio de Mallona en lo que en aquellos tiempos eran las afueras de la ciudad.

A partir del Cementerio, como si una divina profecía se hiciera verdad, el camino es más llevadero y al rato uno ve aparecer y hacerse cada vez más grande a la Basílica de Begoña, con sus azules que evocan las tonalidades del mar y nos recuerdan, una vez más, que aquí se refugia la protectora de marineros y pescadores. A pocos metros del templo, llegó a mis oídos el repiquetear de las campanas que anunciaban el inminente comienzo de la misa. No sólo era domingo; era también el último día del 2023 y casi no me había percatado de que era la última jornada del año. Por un momento pensé en la cena, pero aún faltaba para eso. Era media mañana y al menos parte de una misa me esperaba en el interior de la morada de la Virgen Begoña.

No llegué ni al santo sacramento de la comunión ni al saludo de la paz... tan sólo un rato estuve, sintiéndome molesto ante los ojos de los asistentes al banquete celestial que parecían molestarse -motivos no les faltaban- con mi deambular por las naves del templo en busca de la mejor imagen que pudiera captar con la cámara de mi teléfono celular.

Salí de la Iglesia y recorrí las calles adyacentes. El barrio, ubicado en la altura del monte, parecía parte de una ciudad completamente distinta a la Bilbao del llano, de la Ría, del Casco Viejo. Ya les había dicho yo en párrafos anteriores que esta ciudad combina estilos y sus partes parecen sacadas de tiempos totalmente diferentes, conjugándose a la perfección a veces y no tanto en otras ocasiones. Ésta, fue de las segundas.

Descendí la cuesta por otro camino, con otras escaleras, que me hicieron aparecer bastante lejos del hotel, en otra zona de la ciudad que de otra manera no hubiera conocido. Ya se había pasado el mediodía y con él la hora del almuerzo. Valentín seguramente estaba famélico, aunque cuando llegué al hotel lo encontré más dormido que hambriento. Un café y una charla con nuestra anfitriona de la pensión ocupó el tiempo que Valentín tardó en alistarse y luego, sin más, partimos nuevamente a sumergirnos en la vorágine de la ciudad, que al ser hoy la noche que separa el 2023 del 2024, se ve más alegre y más transitada que en otras ocasiones. Si bien es España las festividades locales, la de Reyes y la Semana Santa se llevan todos los premios, la Nochevieja y el Año Nuevo no se quedan atrás.

El plan principal para la jornada ya estaba prestablecido desde hacía meses atrás, ya que para visitar el Museo Guggenheim las entradas las había sacado de manera electrónica desde Buenos Aires a través de su página web oficial, la manera más sencilla de conseguir los tickets. Desde  nuestra pensión, caminamos algo más de media hora bordeando la Ría, lo que se convirtió en una hermosa caminata bajo el vuelo sonoro de las gaviotas, prueba irrefutable de la cercanía del mar. A poco de andar, nos encontramos con el futurista Puente Zubizuri, que en euskera significa Puente Blanco pero que también es conocido como Puente de Calatrava, en honor al arquitecto valenciano Santiago Calatrava, que no sólo diseñó el puente sino también el Aeropuerto de Bilbao y algunos otros edificios importantes. El diseño consiste en una estructura peatonal curvada de 75 metros de longitud, sostenida por cables de suspensión que cuelgan del arco inclinado que se extiende por encima del puente. En ambas orillas, el acceso puede ser por escaleras o por rampas, siendo todo un ejemplo de accesibilidad. Como no podía ser de otra manera, cruzamos el puente y a través de él la Ría, para continuar camino al Guggenheim por el flanco en el que el museo se ubica.

Lo primero que uno divisa del Museo Guggenheim viniendo por la Ría desde el centro de la ciudad es la alta Torre con la que el diseño museístico quiso sumar al inmenso Puente Salbeko Zubia o Puente de La Salve, llamado así por ser el primer punto en el que los barcos que ingresaban al a Ría de Bilbao quedaban en contacto visual con la Basílica de la Virgen de Begoña, ante la cual sus fieles marineros cantaban su pregón. Pasando por debajo del puente, la arquitectura del Guggenheim impacta profundamente. Sus curvaturas deconstructivistas, su carencia de ángulos y la casi ausencia de líneas rectas, lo hacen una verdadera obra maestra del diseño, realizado con supremacía del titanio y del vidrio por el arquitecto canadiense Frank Gehry. Lo primero que nos llamó la atención es la  de casi 9 metros de altura que se yergue sobre la explanada que separa al Museo de la Ría. La obra pertenece a la artista parisina Louise Bourgeois, que ve en la figura de la araña un sentido homenaje a su madre, que era tejedora. Nos escurrimos entre las patas del arácnido ser, que junto con la fantasiosa fachada del Guggenheim forma un todo absolutamente admirable que encuadra, de una manera casi surrealista, el preámbulo del ingreso a las salas del Museo.

Una vez dentro de la enorme mole, el asombro no se detiene. La arquitectura interior del Guggenheim es tan espectacular como sus fachadas externas. Amplitud y volumen se conjugan para hacer sentir al visitante que está sobrevolando una extraña galaxia. El contenido de la exhibición permanente acompaña esa sensación, con obras de Pablo Picasso, Antonio Saura, Eduardo Chillida, Sigmar Polke y Jean-Michel Basquiat, entre muchos otros. Recuerdo el impacto de obras como los Tulipanes de Jeff Koons, la inmensa y metálica La materia del tiempo de Richard Serra y la Instalación para Bilbao de Jenny Holzer. Al abandonar el Museo por la explanada opuesta a la de la entrada, pudimos conocer la ya famosa figura Puppy, un perrito hecho con flores por Koons que adorna y vigila al mismo tiempo las puertas del Guggenheim.

Jean-Michel Basquiat

Obra de Picasso en el GuggenheimObra de Picasso en el GuggenheimObra de Picasso en el Guggenheim

Ya fuera del Museo y seducidos por el mapa, tomamos la decisión de subir hasta el Mirador de Arantxa para contemplar a Bilbao desde lo alto. Para ello, primero debíamos llegar hasta la estación del Funicular que nos llevaría a la cima. Con esa intención cruzamos nuevamente la Ría, ahora por la Pasarela Pedro Arrupe. Desde allí, una larga caminata hasta el Barrio Matico Ciudad Jardín nos puso en contacto nuevamente con esa Bilbao menos elegante y menos antigua, un segmento de la urbe que se encuentra entremedio de su historia y su modernidad. Ya a bordo del Funicular, nos relajamos y descansamos en lo poco que duró el ascenso, recibiéndonos el Mirador con fuertes ráfagas de viento y unas vistas fascinantes de la ciudad, recostada, durmiente, silenciosa desde lo lejos y extensa desde lo alto. Caminamos un buen rato por las callejuelas de la cima de Arantxa e incluso nos hicimos un rato para sentarnos a comer algo en un bonito sitio cuyo nombre carece de originalidad pero cuya cocina tradicional vasca le otorga mi beneplácito, ya que en el Restaurante Txacoli hemos probado algunos platillos que seguramente incluiría en mi lista si alguna vez escribiera un breviario o una antología sobre la cocina euskara.

Al descender, volvimos con paso redoblado al Hotel. No nos olvidemos que era 31 de diciembre. Terminaba el año y empezaba el siguiente. Nos acicalamos como corresponde para tal ocasión y a la hora señalada por la reserva anticipada ocupamos nuestra mesa en el bonito Restaurante Amarena Bilbao, justo en la misma esquina donde a comienzos de esta crónica les contaba sobre la existencia de la Hucha de los Txiquiteros. La velada fue hermosa y sabrosa. Despedimos el año con un delicioso tentáculo de Pulpo, un arroz con mejillones y un vino especialmente elegido para la ocasión, Denominación de Origen Monterrei, de Galicia, vinificado con uvas Godello. Para terminar la cena, probamos un postre vasco llamado Pantxineta, broche de oro de la noche y del año.

Al día siguiente, antes de irnos a conocer el cercano pueblo costero de Portugalete -que tendrá su propia crónica-, nos hicimos tiempo para recorrer algunos lugares de Bilbao ubicados fuera del Casco Viejo, del  otro lado de la Ría. La Biblioteca de cristal, la Plaza Don Federico Moyua y el colindante y colorido Palacio Chávarri. Pero quiero detenerme un momento en esta plaza porque aqui se emplaza el Hotel Carlton, un hospedaje cinco estrellas que en tiempos de la Guerra Civil Española supo ser Cuartel General del Gobierno Vasco leal a la Segunda República primero y Sede de la Falange franquista una vez que Bilbao se rindió, en 1937. Desde aquí, tres cuadras nos separaban de la pequeñísima Plaza de Arriquibar, antesala del célebre Azkuna Zentroa o Alhóndiga Bilbao, un viejo almacén de vinos y aceites reconvertido en centro cultural y artístico que cobró renombre mundial por la intervención, en su diseño, del famoso diseñador francés Philippe Starck. El centro abrió sus puertas en 2010 y más allá de sus exhibiciones temporarias, se destacan las 43 columnas que rinden homenaje a la historia de la humanidad, de la arquitectura y del trabajo artesanal, con materiales, colores, formas y texturas elegidos por el italiano Lorenzo Baraldi para mostrar la diversidad cultural en el paso del tiempo. Si lo desean, pueden observar cada una de las 43 columnas haciendo click aquí. Las terrazas del edificio son accesibles al público y desde allí hay lindas vistas de los alrededores. También, llama la atención que en los techos del reciento se pueda visualizar una piscina, vista desde abajo, de vidrio, donde la genta nada como si estuviese suspendida en los aires.

Llegó el momento de apurarnos, caso contrarios los tiempos no serían benévolos con nuestra intención de visitar Portugalete y su Puente Colgante... pero esa experiencia es otra historia.



Comentarios

  1. Una combinación perfecta. He redescubierto Bilbao en este perfecto viaje por tierras vascas.

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