San Lorenzo de El Escorial: Mucho más que un Monasterio

Hoy nos alejamos un poco de Madrid para sumergirnos en el imponente Monasterio de San Lorenzo de El Escorial y conocer cada uno de sus rincones y secretos, la Biblioteca Real y los aposentos del Rey, la Basílica, los Jardines y el Panteón Real, donde se esconde la tétrica existencia del Pudridero

por Diego Horacio Carnio

De retorno en Madrid para pasar la Nochebuena y la Navidad, decidimos tejer un plan de acción de no tan sencilla ejecución, que debía contener algunos sitios de la capital española que nos habían quedado pendientes de visitas anteriores, algunos otros que si habíamos conocido pero deseábamos volver a experimentar y dos lugares alejados del centro citadino que teníamos en nuestros planes como impostergables: San Lorenzo de El Escorial y su monasterio por un lado; la ciudad de Ávila y sus murallas centenarias por otro. Sólo era cuestión de armar bien el itinerario de los próximos seis días y ponernos en movimiento.

En esta ocasión, nos hospedamos en dos hoteles distintos. Las primeras tres noches las pasamos en el Negresco Gran Vía y las últimas en el Fuencarral Rooms, ambos hospedajes correctos y muy bien ubicados. En nuestra primera joranada madrileña nos abocamos a visitar algunos sitios postergados y empezamos a saldar deudas viajeras acercándonos al Monasterio de las Descalzas Reales. Si bien conseguimos los tickets porque llegamos minutos antes de que abriera sus puertas al público, conviene sacar las entradas con anterioridad y por unos 8 euros a través de la página web del recinto religioso, donde también podrán consultar los horarios de visita, que se interrumpen en horas de la siesta. El Monasterio es una verdadera joya arquietctónica que antes supo ser el Palacio donde nació la princesa Juana de Austria, cuya voluntad de convertir el ámbito palaciego que la vio nacer y crecer en un edificio consagrado a Dios y a la oración se hizo realidad en 1559, cuando quedó en manos de las monjas clarisas franciscanas, conocidas popularmente como descalzas reales debido a las sencillas sandalias que usaban en sus pies. A la escalera principal, colmada de frescos y murales, se le suman como tesoros del monasterio la serie de tapices de Rubens, cuyo tema central es la eucaristía. No nos equivocamos a regalarle algunas de nuestras horas en Madrid a este sitio, que nos la devolvió con creces a partir de todo lo que esconde en su interior una fachada que, a simple vista, no llama demasiado la atención.

Al salir del monasterio apuramos el paso para apersonarnos en otro templo, la Iglesia de San Antonio de los Alemanes, que no queríamos dejar de ver, sobre todo por los afamados frescos que cubren sus muros como su imponente domo central. Por cinco euros un puede ingresar al templo y deslumbrarse. Por el doble de dinero, la visita se hace con un guía, algo que siempre suma más a la experiencia. Los horarios para visitar este edificio construido entre 1624 y 1630 son cómodos, pudiendo acceder al mismo sólamente entre las 10 y las 18 hs, excepto los domingos.

El tercer punto a visitar dentro de los lugares que nos habíamos pautado para esta jornada era el Templo de Debod, un regalo del gobierno egipcio que fue traído desde las tierras de los faraones a Madrid en partes, siendo reensamblado en el lugar que hoy ocupa, en el Parque de la Montaña, detras de los Jardines de Sabatini y muy cerquita al Palacio Real. El ingreso a este llamativo templo egipcio es gratuito y a veces hay que tener paciencia ante la espera, ya que tiene un aforo muy limitado. ¿Por qué hoy un templo egipcio en Madrid? La respuesta hay que buscarla en la ayuda que España brindó para salvaguardar la integridad de los templos de Abu Simbel. Como reconocimiento, en 1968 se hizo la donación que hoy permite viajar a una partecita del Antiguo Egipto -el de Debod data del año 185 a.C.- sin salir de Madrid. Los atardeceres regalan luces y sombras sobre el Templo que hacen de este momento del día el ideal para visitarlo.

De regreso al hotel tuvimos la suerte de toparnos con la Plaza de España, en donde se levanta el magnífico Monumento a Don Quijote de la Mancha y Sancho Panza, erigido en honor a don Miguel de Cervantes Saavedra, autor de la novela caballeresca más célebre de todos los tiempos. Voy a escaparme de la cronología y vulnerar el espíritu de toda crónica para mencionar aquí que durante estos días en Madrid y mientras recorríamos el Barrio Las Letras, conoceríamos también el lugar donde descansan los restos de Cervantes, en el interior del Convento de las Trinitarias Descalzas, donde fueron descubiertos por arqueólogos muy recientemente, en 2015, después de siglo de búisquedas infructuosas. Sencilla y casi imperceptible, la Tumba de Cervantes conmueve.

Unos bocadillos de calamares y unas copas de vino fueron el sustento de la cena que precedió a una caminata por las calles que unen la Gran Vía y Puerta del Sol que marcó el final de este primer día.

Antes que el sol saliera ya estábamos de pie y aprestados para irnos en dirección a San Lorenzo de El Escorial, para conocer principalmente su imponente Monasterio y también las calles de un pueblo que, según nos habían dicho, era encantador. Las rutas posibles para llegar a El Escorial desde Madrid son varias. Nosotros, sin autómovil, decidimos utilizar el Metro hasta el Intercambiador de Moncloa y desde allí abordar un Bus hasta el destino planeado, al cual llegamos en poco más de una de viaje. Era temprano y hacía bastante frío, por los que los rayos de sol en nuestros rostros fueron muy bienvenidos mientras remontábamos las calles en busca del Monasterio. A medida que nos acercábamos al centro de este pequeño poblado fueron apareciendo maquetas y figuras alusivas a las fiestas de fin de año, pero sobre todo relacionadas a los Reyes Magos, que en toda España simboliza uno de los mayores festejos religiosos. Todo el pueblo estaba literalmente poblado por camellos, pastores, soldados romanos, pesebres, templos y obviamente Melchor, Gáspar y Baltazar llegando con sus regalos para el pequeño Jesús que estaba por nacer. Merodeamos entre estas bien logradas figuras por un rato largo, hasta que decidimos aventurarnos al interior del icónico edificio religioso que ha dado fama al lugar.

Lo primero que llama la atención del Real Monasterio de San Lorenzo de El Escorial es su impoluta imponencia a los pies del poblado y dominando el mismo desde una distancia prudencial. El ticket de entrada y la visita guiada por el interior del inmenso complejo ronda los 20 euros, aunque para estudiantes, jóvenes y jubilados existen sustanciales descuentos. Conviene adquirirlas anticipadamente, ya que tienen fecha y horario prestablecido y muchas veces se agotan con rapidez... pueden hacerlo a través de la web oficial.

Arquitectónicamente, El Escorial es ecléctico, ya que como muchos inmensos edificios medievales se fue construyendo no sólo a lo largo del tiempo, sino también a través de la vida de distintos monarcas que quisieron ganar algo de inmortalidad a partir de agregados o modificaciones al proyecto original. Predominan estilos itálicos y flamencos debido a la estrecha relación con el rey Felipe II, el soberano que más influencia ejerció sobre el Monasterio, sobre todo en sus orígenes durante la segunda mitad del siglo XVI. El pueblo de San Lorenzo es un desprendimiento del Monasterio, ya que Felipe II vivió aquí e hizo construir un asentamiento con casas para sus colaboradores más estrechos, viviendo el propio rey en el palacio que se conjugaba con el templo. Esta característica sea quizá una de las más llamativas del lugar, sobre todo cuando uno visita los aposentos reales, ubicados detras y por encima del Altar Mayor para que el Rey no se perdiera ninguna misa, presenciando muchas de ellas desde su lecho de enfermo cuando, a medida que el tiempo pasaba y su edad avanzaba, fue quedando postrado en su cama. Una ventana se abría en su domritorio para que desde allí el monarca no estuviese ausente de sus citas con Dios. Basílica y Palacio son claramente diferenciables, aunque comparten estructuras en común.

Son muchos los patios y pasadizos que comunican el interior del complejo. También son amplios y bellos los Jardines Reales que se extienden perimetralmente y en los que uno puede encontrarse con la antigua huerta, aún en funcionamiento.

Más allá de sus funciones religiosas y palaciegas, El Escorial es el sitio de enterramiento y custodia de los reyes de España. Es decir, El Escorial es también un cementerio y quizá sea esa su principal función. Descansan en sus subsuelos reyes y reinas, príncipes e infantas y otros miembros de las familias reales, desde el Emperador Carlos V hasta la actualidad. Los monarcas descansan en un panteón circular revestido en mármol, donde cada féretro esta ordenado cronologicamente e identificado con el nombre de quien esta dentro. Nos llamó muchísimo la atención la existencia del denominado Pudridero, una sala continúa donde se ubican los cuerpos de los fallecidos y se los deja allí por unos treinta años para lograr su descomposición antes de ser ubicados en el sector de las tumbas al que pertenezcan por rango o título. El objetivo es que los cuerpos pierdan tamaño para que puedan entrar en los ataúdes de plomo, cuyo tamaño es más pequeño que la humanida de los reyes. Sólo los miembros de la Orden de los Agustinos pueden ingresar al Pudridero para verificar la correctar corrupción de los cuerpos, proceso que se acelera con el uso de cal viva. Finalmente, una vez que el monje de turno y un médico corroboren que el proceso de putrefacción del cadáver ha concluido, los restos del monarca serán finalmente trasladados a su destino final en el lugar del Panteón Real que la corresponda. En la actualidad, cuando uno pasa por la puerta de este sinistro lugar, cuesta pensar que allí están aún los cuerpos de los Condes de Barcelona, esperando pudrirse para ser sepultados de una vez y para siempre.

En las otras galerías del Panteón Real se esparcen tumbas de personajes de las familias reales que no fueron reyes ni reinas. Se destaca por sobre la uniformidad de la mayoría de estas tumbas el sector dedicado a los infantes, donde una estructura de sepulcros, parecida a una gran torta de bodas realizada en mármol de Carrara, cumple el rol de ser la última morada de aquellos pequeños integrantes de la monarquía que no llegaron a vivir más de unos pocos años. El Panteón de los Infantes es más bien reciente y data de 1888.



Emergimos del Panteón y la luz del sol nos encandiló. Debíamos acostumbrarnos nuevamente a las condiciones del mundo de los vivos. Caminamos un rato más por los Jardines y por algunos callejones aledaños al Monasterio. Luego, cruzamos el Patio de los Reyes y nos dirigimos hacia la fabulosa Biblioteca Real que el edificio resguarda en sus entrañas.

Conocida como la Ecurialense o la Laurentina, la Biblioteca de El Escorial es sencillamente fantástica. Aquí se conservan muchos códices originales, edidiones incunables y elementos de geografía como globos terráqueos y mapamundis. Para los bibliófilos, visitarla es una placentera obligación. No todos los tickets incluyen a la Biblioteca Real como sector habilitado, así que estén atentos al momento de sacar la entrada para cerciorarse que incluya esta Babel medieval que los hará felices.

Las Salas Capitualres y la Sacristía guardan interesantes obras de arte laicas y religiosas. Finalmente, el recorrido culmina al atravesar la Sala de las Batallas, una galería con frescos que representan algunas de los episodios bélicos más trascedentales de Europa, con pequeños detalles que hacen de los muros algo parecido a rústicos pero atractivos comics.

Abandonamos el Monasterio con tiempo suficiente para continuar recorriendo el pueblo lindero. Recuerdo que al subir las escalinatas de la Plaza Jacinto Benavente nos vimos de repente en medio del pesebre orquestado para las festividades nadideñas. No exagera el nombre de Belén Monumental con el que llaman aquí a esta representación del nacimiento de Cristo. Unos escalones más arriba y aún sin salir del espacio común que marca la plaza, nos acordamos que para subsistir era necesario alimentarnos, motivo por el cual nos sentamos en la planta alta del tradicional Restaurante y Bar Alaska, eligiendo de su menú unos cuantos platillos tradicionales: Judías de la Granja con Matanza y Guisantes salteados con Jamón para empezar; una Carrillada al Vino Tinto y una Lubina a la Bilbaína para continuar. Natilla y una Tarta de Queso fueron el postre, mientras que para beber optamos por un joven Ribera del Duero que no estaba nada mal.

Antes de volver a Madrid, pasamos el resto de la tarde en la apacigüedad de un devenir vespertino que nos permitió detenernos muchas veces para simplemente no hacer nada. Los instantes en que no hacemos nada constituyen los grandes y sublimes momentos de los viajes y de la vida misma, en los que uno puede realmente conectarse con el entorno sin el apuro de los relojes ni las obligaciones que imponen monumentos, museos o atracciones turísticas. Cuando la nada misma es el todo, podríamos decir...









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