Las cenizas y la gloria de Varsovia
Sobreviviente de la ocupación alemana y del dominio soviético, tierra emblemática de la Guerra Fría y de nostalgias comunistas, el corazón de Chopin aún late en Varsovia, una ciudad que ha sabido recrearse a sí misma y posicionarse como uno de los destinos europeos más peculiares de las últimas décadas.
Unas diez horas de viaje en bus fueron necesarias para sortear la distancia que separa a Berlín de Varsovia. Llegamos a la Terminal de Buses Dworzec Zachodni a eso de las seis de la madrugada. Hubo que acondicionar los relojes, ya que hay una hora de diferencia en el huso horario de Polonia respecto al del resto de Europa. También hubo que conseguir algo de moneda local, el Zloty, ya que Polonia no utiliza el Euro a pesar de ser miembro de la Comunidad Europea. Aproveché y me saqué de encima algunas Libras Esterlinas que me habían quedado de nuestro paso por Reino Unido para disponer de algunos Zloty en el bolsillo.
El ambiente en esas horas aún oscuras del amanecer varsoviano no era el más agradable. La terminal está bastante alejada del centro de la ciudad y no en sus mejores zonas. Sin saber demasiado las razones, ya habíamos discutido con dos taxistas, con un vendedor ambulante y con la señora que cuidaba el baño. A ninguno le entendíamos demasiado, pero nos pareció que por diversas razones todos ellos estaban interesados en cobrarnos dinero por servicios no brindados que nadie había solicitado. Debíamos movernos con rapidez. Tras repetidos intentos fallidos de tomar un taxi, finalmente decidimos aguardar a que aclare el día y acercarnos al centro en tren, a sabiendas que la Estación Warszawa Zachodnia se encontraba muy cerca de nuestra posición. Ya eran como las 9 de la mañana cuando descendimos de la formación ferroviaria en la importante Estación Central, que recibe tanto a trenes como a subterráneos. Desde aquí, una larga pero introductoria caminata nos separaba del apartamento que habíamos reservado y que se ubicaba en pleno casco histórico de Varsovia. Para llegar hasta él, remontamos la elegante Avenida Boulevard Marzszalkowska hasta llegar al bonito parque Ogród Saski, cuyos canteros y senderos estaban completamente cubiertos de nieve. Dentro de estos jardines nos encontramos con una réplica del Templo de Vesta que logró mantenerse en pie pese a la guerra y que esconde detrás de su anatomía clásica un tanque de agua que alimenta a los distintos espejos de agua con que cuenta el parque.
Salimos del parque justo en el rincón donde se sitúa el Teatro Judío y desde allí nos fuimos acercando cada vez más a la parte de Varsovia más tradicional, que se presenta al transeúnte con la Columna de Segismundo III y el Castillo de Varsovia como imponentes bienvenidas. El escenario del casco histórico de la capital polaca es atrapante. Nuestros ojos tambaleaban de un lado al otro, con el deseo de verlo todo al mismo tiempo, como si el Aleph borgeano existiera y nosotros fuésemos sus posibles agraciados. Cada casa, casa edificio... todo es encantador. En medio de ese barrio tan emblemático de Varsovia, quedaba nuestro hermoso apartamento, con excelente vista y ubicación. Ordenamos un poco nuestro equipaje, nos dimos un baño y descansamos un rato en nuestros amplios aposentos, ambientados con un delicado mobiliario y equipados con todo lo que podíamos llegar a necesitar durante el tiempo que durara nuestro paso por la ciudad.
Luego volvimos al ruedo y las calles de Varsovia volvieron a sorprendernos de sobremanera. Aprovechamos el tiempo para recorrer a fondo el Casco Histórico, primero hacia el lado de la Barbacana, la extensa muralla medieval que desde su construcción en el siglo XVI protegía a Varsovia, misión que no pudo cumplir en la Segunda Guerra Mundial, debiendo ser reconstruida como lo fue casi toda la ciudad a mediados del siglo XX. Tras una pequeña pausa en la cercana Iglesia del Espíritu Santo, contorneamos la muralla y su foso y disfrutamos de los sonidos de un violinista callejero que entonaba acordes inspirados en melodías de Frédéric Chopin, convertido hace mucho en un símbolo nacional y cuyo acervo musical es inseparable de Varsovia y de la cultura polaca, lo que comprobaríamos en los días siguientes en los que su figura y su obra estarían constantemente presente. Es momento de escribir aquí sobre la destrucción y la reconstrucción de Varsovia. Es importante tener en claro que la capital de Polonia no fue destruida a través de bombardeos. Ni siquiera se debió a alguna batalla que en particular la haya dejado reducida a escombros. Lo que destruyó a Varsovia fue un plan sistemático y despiadado, pergeñado por Hitler y sus secuaces, que tiró abajo cada muro y avanzó dantescamente, manzana por manzana, como venganza ante aquella sublevación espontánea y heroica que el mundo conoció bajo el nombre de alzamiento de Varsovia -la que no hay que confundir con el Levantamiento del Gueto de Varsovia, ya que son dos hechos muy distintos-. En agosto de 1944, más del 85 por ciento del centro histórico de la capital polaca fue intencionalmente destruido por comandos alemanes especialmente designados para acometer tal acción. Tras la rendición alemana, a partir de 1945 y hasta 1953, se llevó adelante un minucioso plan de reconstrucción de la ciudad, que tuvo como premisa mantener en lo posible la máxima fidelidad con la fisonomía urbana existente hasta su destrucción. En ese sentido, lo logrado fue una proeza arquitectónica que permitió que Varsovia, una ciudad condenada a desaparecer, se convirtiera en un símbolo de lo invencible y de la importancia que el patrimonio cultural y urbanístico tiene para la configuración de la identidad nacional polaca. En la actualidad, el casco histórico de Varsovia que ha logrado prosperar de las cenizas a la gloria, es desde 1980 considerado Patrimonio de la Humanidad según la UNESCO. Recorrer hoy las calles que rodean la pintoresca Plaza del Mercado, Rynek Starego Miasta en el idioma local, es una imperdible aventura donde uno puede ver la dedicación en cada detalle, en cada moldura y hasta en el color de cada casa reconstruida.
Una cuadra hacia el este de la Plaza del Marcado, un terraplén en la ladera que baja hacia el Río Vístula permite estupendas vistas de la continuidad de la ciudad al otro lado del curso de agua, sector que visitaríamos en algún momento de los próximos días. Subiendo nuevamente hacia la ciudad, nos tropezamos con la Campana de Kanonia, que según cuentan los lugareños, cumple los deseos de las personas que giran alrededor de ella mientras la tocan.
Mientras mirábamos la campana, nos dimos cuenta de que estábamos justo detrás de la Catedral de San Juan, un amplio edificio de ladrillos a la vista que no por ser la casa de Dios logró salvarse de la destrucción causada por los alemanes. El templo fue reconstruido junto con la ciudad, observando cada detalle de su estructura original. El interior es digno de visitar y de dedicarle un rato. Si uno no supiera de su reconstrucción completa, juraría que se encuentra en el interior de un antiguo ámbito medieval. En la parte externa, sobre su lateral derecho, en el muro mismo de la Catedral, podrán encontrar adosada a la pared una pequeña oruga de tanque, que perteneció al artefacto que con explosivos y manejado en forma remota, loa alemanes introdujeron en la iglesia para hacerla volar por los aires cuando comenzaron a destruir la ciudad. La oruga fue encontrada entre los escombros de la Catedral y se muestra como testimonio de aquella destrucción salvaje e irracional que sufriera Varsovia en manos de los nazis.
La noche estaba al caer. El cansancio era notorio y el apetito empezaba a hacerse sentir. Decidimos buscar un buen restaurante para probar algunos de los sabores típicos de Polonia, entre ellos los tan afamados y recomendados Pierogi, una pasta rellena de infinitas posibilidades de ingredientes, ya sean carnes, vegetales e incluso frutas o dulces. En su búsqueda llegamos hasta las puertas del elegante Restaurante Zapiecek, ubicado en una pintoresca esquinita del Casco Antiguo donde ordenamos una degustación de distintos tipos de Pierogi y unas contundentes cazuelas de Goulash con panes de papa. El momento fue propicio para probar un Sauvignon Blanc polaco de la bodega local Winnica Korol. Antes de retirarnos, el camarero del lugar nos agasajó con un breve pero memorable degustación de dulces varsovianos, algunos de ellos muy empalagosos para mi paladar, pero otros realmente muy buenos. Estábamos listos para irnos a la cama.
El día siguiente amaneció tarde y muy frío, con algo de aguanieve cayendo del cielo. Nos abrigamos bien y salimos al encuentro de la guía del tour gratuito en el que nos habíamos anotado la noche anterior para hacer un recorrido básico y superficial por el centro de la ciudad. Sirvió, más que nada, para conocer algunos datos que nos servirían para visitar lugares que de otra manera hubiésemos dejado sin conocer, como por ejemplo la Iglesia de la Sagrada Cruz, con exteriores que no son demasiado atractivos pero en cuyo interior se atesora el corazón de Chopin. El culto a la muerte provoca episodios como el del corazón de Chopin, cuyos huesos descansan en el Cementerio parisino de Peré-Lachaise mientras que su órgano vital lo hace en Varsovia. El célebre músico falleció de tuberculosis en la capital francesa en 1849, con tan sólo 39 años, dejando entre sus últimas voluntades que su corazón descanse en Varsovia. Fue su hermana, Ludwica, la responsable de cumplir con el deseo post mortem del músico y transportó sus restos coronarios conservados dentro de una botella de coñac, clandestinamente, hasta la capital polaca, donde nacionalistas locales lo ocultaron en la Iglesia de la Sagrada Cruz, ya que en aquellos años el país estaba ocupado por los rusos. El corazón de Chopin permaneció oculto hasta la independencia polaca conseguida en 1918 tras la Primera Guerra Mundial. Pero con la invasión alemana de 1939 y la ocupación nazi de Varsovia, el corazón volvió a la clandestinidad para protegerlo de quienes buscaban destruir todo vestigio sobre la nación polaca. Fue tal el secreto que reinó sobre el tema, que nadie supo donde se escondía el corazón de Chopin hasta su reaparición en 1951, año a partir del cual retornó a su lugar original dentro de la columna del templo de la Santa Cruz.
Con la guía del tour recorrimos los edificios más importantes de la avenida central llamada Krakowskie Przedmiescie, entre los cuales se destacan el Palacio Presidencial, la Universidad de Varsovia y la Estatua de Nicolás Copérnico, el famoso astrónomo polaco que no todos saben que es polaco y cuyo monumento se sitúa estratégicamente en las puertas del Palacio Staszic, sede de la Academia Polaca de las Ciencias.
Finalizado el Tour, nos trasladamos caminando hasta la Plaza Pildsudskiego, donde se encuentra la Tumba del Soldado Desconocido, sitio custodiado por una Guardia de Honor originalmente en homenaje a los soldados que dieron su vida en la Primera Guerra Mundial, pero que posteriormente sumó a los caídos en las diferentes guerras que tuvieron a Polonia como protagonista. La plaza esta en el mismo lugar donde antes se levantaba un imponente palacio sajón, que fue destruido por los alemanes en los años finales de la Segunda Guerra. De ese palacio, que hoy se intenta reconstruir, sólo quedó en pie el ingreso arqueado en donde se ubica la Tumba del Soldado Desconocido. Además de la Llama Eterna, en determinados horarios se realiza un cambio de guardia muy vistoso, solemne y elegante que por suerte pudimos observar. Sobre esta misma plaza, se puede visitar también el Monumento a las Víctimas de la Tragedia de Smolensk de 2010, que recuerda a las 96 personas fallecidas en la tragedia aérea donde murió el entonces presidente de Polonia, su familia y varios miembros de su gabinete de ministros y del Congreso. El monumento emula a una escalera similar a las que se utilizan para que desciendan los pasajeros de un avión y está realizado en granito negro, en señal de luto.
El siguiente punto en nuestra hoja de ruta era el Monumento a los Héroes de Varsovia, una inmensa y sólida columna que sostiene en lo alto una imagen de Nike, diosa de la victoria, que levanta orgullosa su espada en saludo triunfal a todas las personas que perdieron la vida en la capital polaca entre los años 1939 y 1945. Cerca ya del mediodía, aprovechamos que la entrada era gratuita y visitamos el muy interesante Museo Casa de Marie Curie, que recorre la vida científica de la doble ganadora del Nobel de Química y descubridora de dos elementos de la tabla periódica: el polonio y el radio. Pequeño pero interesante, el museo permite profundizar en la vida de Mary Curie, sobre todo en sus facetas menos conocidas, como su papel de médica durante la Primera Guerra Mundial.
Eran horas de almorzar y decidimos tener una experiencia nueva en un Bar Mleczny o Bar de Leche, tal como se conoce a este tipo de restaurantes populares y económicos en Polonia y que particularmente en Varsovia siguen existiendo en grandes cantidades. Si bien los bares de leche existen desde fines del siglo XIX, fue bajo el régimen comunista cuando se expandieron, impulsados por el gobierno para generar lugares baratos donde los obreros de las fábricas pudieran comer. En principio, los menús de estos sitios tenían como componente esencial los lácteos, pero actualmente sirven una gran variedad de platos típicos de la cocina polaca a precios muy accesibles. En este caso, elegimos el Mleczarnia Podkomorzanka, ubicado justo en la esquina del Museo Marie Curie, donde nos animamos a probar un varieté de Nalesniki, que son algo así como unos panqueques rellenos, similares a los canelones. También hubo un mix de los infaltables Pierogi y unas curiosas aunque no muy ricas Placki Ziemniaczane, algo parecido a unas tortillas de papas aplastadas con espinacas y crema. Comimos muy bien en todo sentido, razón más que suficiente para que los bares de leche se conviertan en nuestra opción favorita para los almuerzos venideros.
Pasamos un rato por el apartamento, más que nada para descansar las piernas un poco, pero no estuvimos mucho tiempo ya que queríamos salir a la búsqueda de más historias en esta Varsovia donde abundan las referencias a hechos de trascendencia mundial.
En primer lugar, nos dirigimos por la Barbacana hasta toparnos con un curioso monumento en memoria de los niños soldados que combatieron contra los alemanes durante la ocupación de Polonia en los años de la Segunda Contienda Mundial. Algo tosca en su aspecto artístico, la pequeña estatuilla fue bautizada con el significativo nombre de El Pequeño Insurrecto.




Justo frente al Monumento, se encuentra la reconstruida -no podía ser de otra manera- Catedral del Ejército Polaco. El sitio está asociado a prácticas religiosas desde hace más de tres siglos, pero el edificio actual fue reinaugurado en 2014 después de varias refacciones. Dentro del templo, hay homenajes y memoriales a distintos héroes de la historia polaca.
Después de cerciorarnos que mañana, que era miércoles, la entrada al Castillo de Varsovia era gratuita, volvimos al hotel caminando muy tranquilos por las calles del casco histórico. Llegamos nuevamente a la Plaza del Mercado y nos pareció tan preciosa como la primera vez que la vimos. Aquí nos bifurcamos, ya que mientras Valentín optó por ir en búsqueda de algunas viejas postales de la Gran Guerra en la casa anticuaria frente al apartamento, yo decidí ingresar al Museo de Varsovia, cuya muestra permanente narra la historia de la ciudad, de su destrucción y de su renacimiento. Uno ingresa al Museo por la puerta de una de las casas que bordean a la Plaza del Mercado, sobre una esquina. Al terminar el recorrido, emerge en la calle desde otra casa ubicada casi en la esquina opuesta, ya que el Museo consta de once casas que fueron unidas por dentro para albergar todos los elementos que se muestran en él. Me impresionó mucho una maqueta que mostraba en detalle cómo quedó la ciudad tras la destrucción llevada adelante por las tropas nazis. Fue duro ver esa imagen. Recuerdo, además, ver en esa representación el apartamento en el que nos estábamos hospedando, destruido pero idéntico. Esa noche, después de cenar un estupendo Codillo de Cerdo y probar unos ricos vinos en el muy elegante Restaurante U Barssa, me costó conciliar el sueño sabiendo que ese mismo espacio fue en 1944 alcanzado por los explosivos alemanes y existiendo la enorme posibilidad de que allí mismo hubiera muerto alguna persona por tal siniestro motivo.
Me levanté temprano, demasiado temprano. Llovía sobre Varsovia y era inentendible que con el frío que imperaba, esa lluvia no fuera nieve. Acordamos con Valentín encontrarnos al mediodía en el Castillo y partí. Mi primera misión de la jornada era cruzar el Vístula y conocer varios sitios del barrio Praga -se llama igual que la capital checa-, que no llegó a ser destruido como el resto de la ciudad, lo que permitiría inmiscuirme entre edificios históricos originales. Además, Praga es también el barrio judío de Varsovia, por lo que la idea de recorrer esas calles era irrenunciable.
A pocas cuadras del apartamento me percaté que sin paraguas, la odisea que pretendía realizar iba a ser complicada, por lo que me compré uno en un local cercano a la Catedral y equipado como corresponde, me dispuse a cruzar el emblemático Río Vístula, cuyos márgenes estaban congelados, aunque su caudaloso cauce se mostraba agitado e iracundo, acorde al viento y a la tormenta del ambiente. El puente es largo. No vi muchas personas cruzándolo a pie, como yo lo estaba haciendo, seguramente por la lluvia. Me frené en medio y miré por un largo rato las aguas del río y hacia un lado y el otro, los demás puentes que conectan las dos partes en que el Vístula divide a Varsovia. No pude dejar de recordar las imágenes bélicas de esos mismos puentes derribados, tumbados sobre el río como resultado de los bombardeos aéreos o de las misiones de los zapadores de ambos bandos que, según el momento de la guerra, buscaban impedir el avance del enemigo. Tampoco pude dejar de pensar en el extenso período en que las tropas soviéticas tuvieron sitiada a Varsovia, apostadas justamente en las costas ribereñas a las que ahora yo me dirigía. Suspiré profundamente y seguí adelante. La bienvenida al otro lado del río me la daría el inmenso parque que alguna vez supo ser el Zoológico de Varsovia, la mayoría de cuyos animales murieron en la última guerra mundial.
Si bien al cruzar el Puente Slasko Dabrowski lo primero que se impone a la vista humana son las altas torres de la Catedral de San Miguel Arcángel y San Florián Mártir, yo quise primero atravesar el parque del antiguo Zoo para acercarme hasta la pequeña Capilla de Nuestra Señora de Loreto, construida por Segismundo III en la primera mitad del siglo XVII. Esta fecha hace del sencillo templo el edificio más antiguo del barrio varsoviano de Praga. Fue, también, un puesto de vanguardia para las tropas soviéticas que avanzaban sobre la ciudad. Los daños que sufrió en 1944 por el fuego de la artillería alemana fueron muy significativos, pero afortunadamente pudo ser reconstruida en 1953 siguiendo el diseño original.
Crucé nuevamente el laberíntico parque orientándome por las afiladas torres de la Catedral de San Miguel Arcángel y San Florián Mártir, próxima escala del recorrido por las calles del barrio de Praga, que supo ser una ciudad autónoma hasta que fue incorporada el ejido urbano de Varsovia en 1791. Pero la Catedral es bastante posterior, ya que fue inaugurada en 1904, consagrada en 1920, destruida por los nazis en 1944 y reconstruida en las décadas siguientes. Es decir, uno no se siente ante un edificio demasiado histórico por sus fechas, pero si por los acontecimientos que le tocó vivir. Los exteriores de la Catedral superan los encantos internos del templo, pero bien vale ingresar al menos unos momentos.
Dejé a los músicos en su estática eternidad y en las próximas cuadras empecé a dar con esos edificios en ruinas que tanto había visto en fotos cuando buscaba información sobre esta parte de la ciudad. Son generalmente edificios de departamentos muy venidos abajo, que no fueron alcanzados por el odio demoledor de los alemanes pero que sufrieron las consecuencias lógicas de una guerra. Quizá porque quedaron lastimosamente en pie no tuvieron la suerte de ser ni refaccionados ni reconstruidos. No son inhabitables, de hecho allí viven familias, pero su estado es penoso aunque el turismo los ha convertido en algo pintoresco y digno de una fotografía. En mi caso, tengo un enorme contradicción al respecto.
No tardé mucho en llegar hasta el Bazar Rózyckiego, cuyos orígenes se remontan a 1882 y cuyo nombre deviene del primer propietario de los terrenos sobre el que funcionó el mercado. Tuvo altibajos a lo largo de su historia, aunque el peor momento fue el incendio que provocaron los soldados alemanes en 1944 y que destruyó prácticamente la totalidad del bazar. La posguerra y el comunismo que vino con ella hicieron del Bazar Rózyckiego un lugar en donde se podía comprar casi cualquier cosa. El mercado negro estaba en su apogeo. Con el correr de las décadas, el bazar y su zona colindante se convirtieron en parte de lo que los lugareños llaman el Triángulo de las Bermudas, una zona con poco control policial, peligrosa por la actividad delictiva y en donde, en el caso del mercado, podían encontrarse productos robados y provenientes del contrabando. Recientemente, el Bazar fue modernizado y los puestos de madera y chapa comenzaron a convertirse en lugares más seguros y cómodos. Pero el encanto casi folklórico del lugar no se ha perdido por completo y es un escenario ideal para ver a los varsovianos en su cotidianeidad.
Al lado del Bazar me encontré con el Museo de Praga de Varsovia, que tiene su sede en una casona que si fue arreglada y puesta en valor. No tenía en mis planes visitar el museo, pero ingresé movido por la curiosidad. Sin resultarme interesante, me disponía a salir cuando fui literalmente abordado por las recepcionistas del lugar, incitándome a que visité las salas del museo. Quise negarme, pero al no querer resultar descortés terminé ingresando y destinando casi una hora a un lugar que poco interesante me pareció, tanto antes como después de recorrerlo. Cosas que a veces pasan en los viajes...
Había quedado con Valentín en encontrarme en la Columna de Segismundo para ir a almorzar y luego visitar el Castillo, así que emprendí el retorno hacia el Vístula para cruzarlo nuevamente en sentido inverso. Ya juntos, caminamos hacia el lado del Palacio Presidencial para sentarnos en las mesas del bonito Restaurante Delicja Polska, donde nos habían recomendado ordenar algunas de las sopas y empanadillas típicas de la cocina polaca. Así lo hicimos y probamos una Sopa Agria de Centeno con Pan de Masa Madre y Boletus y una Sopa Crema de Espárragos. Luego, arribaron a la mesa Empanadillas de Ganso con mantequilla, ajo y parmesano y de Ternera ahumada con tocino crujiente. Todo muy rico, pero el deber llamaba y debíamos continuar. Próxima parada el Castillo Real de Varsovia.
Tras la visita al Castillo, decidimos bajar por una escalera que comunica la plaza de la Columna de Segismundo con los espacios verdes de Mariensztat, una zona muy bonita del centro de la ciudad pero que muchas veces pasa desapercibida a las miradas. De hecho, si no fuera por la curiosa escalera que nos motivó a bajar la pendiente, no hubiésemos llegado hasta allí. Vale la pena, sobre todo por la pequeña Plaza Rinek Mariensztachi, donde hay un fuente que bien merece una fotografía. Luego, se desató una tormenta que nos hizo regresar al apartamento en busca de refugio.
Para esa noche había comprado un ticket para asistir a un concierto de obras de Chopin, a cargo de una pianista que me emocionó cada vez que sus dedos se posaron sobre las teclas. El repertorio incluyó las seis obras más famosas y reconocidas de Chopin, entre ellas mis Nocturnos favoritos del Opus 9. No hay que dejar de escuchar a Chopin si uno pasea por Polonia... aquí cada acorde toma una significancia distinta, haciendo de cada nota musical algo único e irrepetible. De regreso a mis aposentos, compré algo para cenar en el camino.
Salimos de la cama muy temprano. Sabíamos que la cuarta jornada en Varsovia iba a ser larga, en todo sentido. Mucho debíamos caminar si queríamos conocer algunos de los puntos más importantes a los que todavía no habíamos ido. El circuito que diseñé la noche anterior incluía puntos relacionados con la Segunda Guerra Mundial y lugares identificados con la Polonia comunista de la Guerra Fría.


Continuamos y nuestros pasos nos llevaron hasta el Museo POLIN de Historia de los Judíos Polacos, un imperdible espacio en todo sentido, especialmente porque se preocupa en mostrar los más de mil años que llevan presentes en esta parte del mundo los judíos polacos. La muestra es interactiva, con un uso más que adecuado de la tecnología, que da por resultado un recorrido sin desperdicios que permite una profunda toma de conciencia sobre la vida y la tragedia de los judíos en Polonia. Además de lo expuesto, el diseño del edificio del museo es sensacional y se encuentra entre las obras más valiosas de la arquitectura contemporánea. Ya desde el exterior llama la atención, pero las curvas y formas interiores son sencillamente espectaculares. El Museo fue construido en el corazón de uno de los barrios judíos más pujantes y uno de los que quedó, lamentablemente, dentro del Gueto construido por los nazis. El plan de hacer un museo existió desde el final de la guerra, pero fue recién en 2005 cuando se puso decididamente en marcha y se eligió el proyecto del finlandés Rainer Mahlamäki para llevar adelante la postergada idea. Fue inaugurado en forma completa y definitiva en 2012. El nombre del Museo, POLIN, es el nombre con el que se conoce una milenaria leyenda que narra cómo llegaron los primeros judíos a tierras polacas. El ticket para entrar al Museo cuesta unos 10 Euros, pero se paga en el Sloty local.
No quería abandonar el recinto museístico sin brindar a la memoria de los judíos caídos durante la ocupación de las tropas de Hitler y lo hice con una copa de Grzane Wino, el tan popular vino caliente que se bebe en varios lugares del Viejo Mundo y que en Varsovia, especialmente, está accesible en cada esquina. Aquí, en el Museo POLIN, lo probé con canela mientras meditaba observando a través de los enormes ventanales los jardines traseros del predio.
En la explanada que se encuentra en el ingreso al Museo, no hay que pasar por alto el Monumento a los Héroes del Gueto de Varsovia. El memorial recuerda a los judíos que protagonizaron el Levantamiento del Gueto en mayo de 1943, acontecimiento que es señalado como la rebelión y resistencia más importante llevada adelante por los judíos en todos los años que duró la Segunda Guerra Mundial. El comandante alemán prometió a Hitler acabar con la revuelta en tres días, pero tardó más de un mes y para ello tuvo que incendiar la mayor parte de los edificios. El Monumento muestra en una de sus caras a un grupo de judíos siendo deportados, mientras que del otro de sus lados se reproduce en relieve una instancia del alzamiento, con la imagen presente del líder de la reveuelta Mordechai Anielewicz, quien murió a causa de la represión alemana en una de las calles del gueto.
Una larga caminata nos llevó hasta otro de los puntos trascendentales en relación a la historia y a la tragedia del Gueto de Varsovia. No es fácil llegar porque la señalización para hacerlo es mala o nula. Incluso en Google Maps costó trazar la ruta adecuada. Pero finalmente llegamos al lugar deseado y nos encontramos con unos pocos pero testimonialmente valiosos edificios que fueron parte del Gueto y que pueden apreciarse tal cual quedaron, sin haber sido restaurados tras la rendición alemana. Es una verdadera secuencia del horror, con edificios en patético estado que guardan todavía las cicatrices de la guerra y el genocidio.
Muy cerca quedaba otro de los Museos insignia de la capital polaca: el Museo del Alzamiento de Varsovia. No podíamos dejar de visitarlo y lo bien que hicimos en llegar hasta allí. Las evidencias documentales y fotográficas se llevan el premio mayor dentro de lo que puede observarse en la muestra. También hay elementos y objetos que los combatientes utilizaron en la rebelión. Un sitio triste, como muchos otros en Varsovia, pero necesarios todos ellos.
Al salir del Museo comenzó, como si la misma ciudad así lo planteara, un itinerario que nos llevaría por varios lugares asociados a los años en que Polonia, bajo el yugo de la Unión Soviética, fue una nación comunista. Recordemos que tras la guerra, Europa quedó dividida por lo que Winston Churchill bautizó como una Cortina de Hierro para hacer referencia al occidente capitalista y al oriente comunista. La Guerra Fría se convirtió en el escenario global en el que la Polonia comunista existió.
Nuestros estómagos comenzaban a quejarse y que mejor opción, ante el hambre, que buscar un Bar de Leche cercano donde almorzar algo rico, típico y barato. Ese sitio lo encontramos en el Bar Bambino, que pese al nombre nada tiene de italiano. Albóndigas, panqueques salados y pierogis fueron nuestro banquete. Fue un almuerzo tardío. El reloj apremiaba, sobre todo a sabiendas de lo temprano que empieza a oscurecer en estas latitudes en tiempos invernales, por lo que rápidamente regresamos al ruedo, esta vez en dirección un lugar que nos habían recomendado mucho.
Como era de esperar, al salir del museo la noche se extendía, oscura y fría, en el espacio urbano varsoviano. Sin la luz del sol, quizá como una huella más del comunismo que alguna vez la dominó, Varsovia es una ciudad que no está a oscuras, pero si en penumbras. El regreso a nuestro apartamento fue lento. Era nuestra última noche en la ciudad y no se si estábamos preparados para despedirnos. Caminábamos con una nostalgia prematura, injustificada, pero real. Aceleramos el retorno subiéndonos a un tranvía citadino que nos dejó cerca del Castillo. Nuestra última cena la tuvimos en el mismo restaurante en que nos habíamos sentado en nuestra primera noche. Luego, a dormir. Mañana temprano partiríamos hacia Cracovia, en el sur de Polonia, tierras natales del Papa Juan Pablo II y donde visitaríamos también a los campos de exterminio nazis de Auschwitz - Birkenau.
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