Epitafios de París I: Tumbas de Père-Lachaise

 París guarda una estrecha y misteriosa relación con el más allá y los rituales funerarios que acompañan ese tránsito, aspecto que queda más que demostrado en sus catacumbas, en su Panteón o en el profundo sentido turístico de sus cementerios más importantes. En esta crónica recorreremos Père-Lachaise, el camposanto parisino más grande, donde descansan personajes tan disímiles como Jim Morrison, Oscar Wilde, Federico Chopin o Edith Piáf.

por Diego Horacio Carnio

Qué mejor que un día de lluvia para sumergirnos en el misterioso mundo de los muertos que habitan París. Muchos de ellos protagonistas anónimos de la historia, en tanto muchos otros son verdaderos personajes ilustres de las distintas épocas en que les tocó vivir. Algunos yacen en París por ser franceses, otros por la mera circunstancia de haber vivido algún tiempo y fallecido en la Ciudad Luz. Los nombres son muchos y la naturaleza de su notoriedad es variada, aspectos que no hacen más que sumar motivos para recorrer el sendero que linda con el más allá y dejarnos sorprender.

Ya hablamos en nuestra nota publicada bajo el título Bonjour París, sobre dos lugares que resguardan los descansos eternos de personalidades notorias de la historia francesa: El Panteón y el Hôtel das Invalides.  Allí dábamos cuenta del fastuoso sepulcro de Napoleón Bonaparte y muchos otros militares de mérito que se encuentran en Invalides, como así también de los muchos personajes civiles relacionados con las letras, las artes y la ciencia que yacen en el Panteón, como Marie Curie, Voltaire o Alejandro Dumas por nombrar tan sólo algunos de ellos. Pero la elegancia suntuosa y ceremonial de estos grandes edificios queda a un lado cuando los difuntos que uno visita descansan en alguno de los cementerios parisinos, lo que otorga a la experiencia un sinnúmero de matices sensoriales.

Empecemos entonces nuestro recorrido funerario por el cementerio parisino de mayor tamaño: Père-Lachaise. Este camposanto francés, que cuenta entre sus moradores a muchos personajes fascinantes, abrió sus puertas -o sus tumbas- en 1804, en la misma colina donde en 1871 fueron fusilados más de 70 comuneros, protagonistas de los revoltosos episodios de aquellos convulsionados años. El cementerio alberga hoy más de setenta mil sepulturas y veintiséis mil urnas. Mitos y realidades se conjugan en ellas, en medio de testimonios fantásticos y esotéricos que cruzan una y otra vez la frontera que separa lo inverosímil de lo real. Vale decir aquí que el estado francés no se ocupa de la manutención de las tumbas, muchas de ellas verdaderas obras de arte, por lo que en los cementerios franceses podemos encontrar algunos de estos impresionantes monumentos mortuorios casi en ruinas. Esta característica, sumada al hecho de que muchos de los senderos por los que uno recorre el terreno son literalmente senderos entre tumbas y una vegetación muchas veces exuberante, dejando huella sobre la tierra húmeda, en medio del moho que cubre las moradas de los muertos con la misma lentitud y perseverancia que pasan los siglos.

Père-Lachaise se ubica en el XI Distrito y en nuestro caso llegamos hasta allí caminando algo más de media hora desde nuestro hotel, ubicado en las cercanías de la Place de la Republiqué. Para los más remolones les cuento que el Metro puede dejarlos a las puertas mismas, no del cielo, pero si de este cementerio. Ingresamos al camposanto por la pequeña entrada con escalinata que se encuentra sobre el Boulevard de Mémilmontant, casi donde se cruza con la Avenue de la Republiqué. Dentro, pese a los planos y la indicaciones de Google Maps, nos esperaba un intrincado laberinto.

Nuestro paseo bajo la lluvia en Père-Lachaise comenzó por la tumba del actor turco de origen kurdo Yilmaz Güney, desconocido para nosotros hasta que la cantidad de personas que estaban honrándolo en su última morada nos hizo detener. Googleamos sobre su persona, reconociéndolo en varias de la fotos suyas que aparecen en la Red. Luego comenzamos a caminar y fueron sucediéndose decenas de lechos pertenecientes a soldados muertos en las distintas guerras, así como miembros de la Legión Extranjera. Al rato, orientados como podíamos, dimos con el paradero del sepulcro de Honoré de Balzac y muy cerquita de él, el del pintor Eugene Delacroix. Ambos, Balzac y Delacroix, tuvieron al momento de su muerte la misma y fría compañía: la soledad.

Si bien la muerte es cosa de un instante, los contextos y las causas de los fallecimientos son muchas veces interesantes, incluso atrapantes. En el caso de Balzac, por ejemplo, llama la atención que pese a su fama, muriera en la soledad de su mansión de las afueras de París, tan sólo acompañado por su madre, aunque ese no sería un detalle demasiado interesante si no contáramos aquí la historia de amor entre Balzac y su admiradora ucraniana Ewelina Hánska. Se habían conocido por carta, en una típica relación epistolar decimonónica en 1831, después de la publicación de la obra La piel de zapa. Se casarían en 1850, seis meses antes de que el escritor muriera. Son varios los testimonios que aseguran que Ewelina decidió no acompañar a su esposo en sus últimos momentos, retirándose de la habitación bajo la excusa de un extremo cansancio que ocultaba su intención de pasar la noche con su amante, el pintor Jean Gigoux. A diferencia de la soledad de su instante supremo, al funeral de Balzac asistió gran parte de la alta sociedad parisina de aquella época. El caso de Delacroix es similar, aunque su única compañía al momento de abandonar este mundo ni siquiera fuera su madre, sino el ama de llaves que lo asistía en su apartamento de la Rue de Fustemberg, del VI Distrito de París. De nada sirvió ser el autor de una de las obras pictóricas más reconocidas como La Libertad guiando al Pueblo, inspirada en la revuelta de 1830 pero identificada más con la Revolución de 1789 que con la que verdaderamente la inspiró. Hoy esta obra, como muchas otras de Delacroix, pueden disfrutarse en los pasillos del Louvre en los que la noche parece traer el mismo y solitario silencio que acompañó al pintor en su lecho de muerte.

Siguiendo con nuestro tanatológico itinerario, más adelante nos topamos con los sepulcros de Marcel Proust y a breve distancia del autor de En busca del tiempo perdido, descansaba también, por los siglos de los siglos, el escritor Guillaume Apollinaire. El caso de Proust es llamativo. Hipocondríaco y enfermo de asma, Proust había hecho cubrir las paredes de su habitación con corcho para insonorizarla y evitar la entrada de polvo, polen u otras partículas que pudieran afectar su deteriorada salud. En noviembre de 1822, Proust muere en París luego de resistirse durante horas a que los médicos convocados por su secretaria le dieran las inyecciones que creían necesarias. La paz de sus ojos después de partir al más allá fue siempre recordada por su hermano Robert. En el caso de Apollinaire, su deceso sucedió en noviembre de 1918 al contraer la Gripe Española mientras se recuperaba de las heridas sufridas en los campos de batalla de la Primera Guerra Mundial, circunstancia que le valió del reconocimiento de Mort pour la France. 

Fue el turno, luego, de saludar a dos talentosas mujeres como Isadora DuncanEdith Piáf, para observar luego el Monumento a los Españoles Muertos por la Libertad, en honor a aquellos que lucharon contra el fascismo entre 1939 y 1945. Voy a detenerme por unos momentos en la muerte de la extraordinaria bailarina Isadora Duncan, porque en ese estrepitoso abandono del mundo está presente la tragedia, la misma que la persiguió casi como un nubarrón durante toda su vida y que la alcanzó, finalmente y como no podía ser de otra manera, en el momento mismo de su muerte. Sus hijos de tres y siete años habían fallecido en un desgraciado accidente, al caer al Sena el auto que los transportaba. Estas muertes se sumaban a la de su padre, quien se había ahogado en un naufragio. Pero el momento trágico de Duncan no tuvo lugar en el agua sino en las carreteras de Niza, mientras viajaba por la Costa Azul a bordo del automóvil descapotable de un mecánico italiano que la cortejaba. Era de noche y antes de emprender el que sería su último viaje, se despidió de sus amigos diciendo "Me voy al amor". Llevaba puesta una larga estola de seda en el cuello, una prenda que escondía la fatalidad. El auto tomó velocidad y el viento hizo que la estola se enredara en una de las ruedas y la brillante bailarina saliera despedida del auto para ser arrastrada durante decenas de metros sobre los adoquines de la calzada, muriendo casi instantáneamente por estrangulamiento, según los resultados post mortem realizados sobre el cuerpo de Duncan. Tenía 50 años.

Amadeo Modigliani, el genial pintor surrealista, también descansa en Père-Lachaise y tuvimos la dicha de pasar por su última morada. Aquí, sobre la tumba de Modigliani, no son pocos los visitantes que le dejan al artista flores amarillas y dibujos en señal de recuerdo y reconocimiento. Algo parecido suele suceder en las tumbas de Molière y de Jean de la Fontaine.

En el caso de Modigliani, fue una meningitis tuberculosa la que lo llevó a la muerte en 1920, aunque hasta en sus últimas noches se supo mostrar borracho y pendenciero por las calles y bares de Montparnasse. Murió solo en un hospital de París, aunque en su tumba esa soledad se vio remediada con el acompañamiento en el mismo lecho de quien fuera el amor de su vida, Jeanne Hébuterne, pintora también y madre de su hija. El epitafio en la lápida de Modigliani reza: "La muerte lo alcanzó cuando llegó a la fama". La certeza abunda en esa frase ya que el mismo día de su masivo funeral en Père-Lachaise, veinte de sus obras fueron expuestas por la famosa Galería Devambez, alcanzando finalmente la fama que siempre deseó y que hasta su despedida irremediable se la había mostrado esquiva. El relato alrededor del sepulcro de Modigliani no estaría completo sin explicar los motivos que llevaron al cuerpo de su esposa a descansar eternamente en la misma tumba. Hundida en la más profunda tristeza por la muerte de su amado, Jeanne decidió dos días después del entierro de Modigliani, lanzarse al vacío desde la ventana de un quinto piso, suicidándose ella y terminando en el mismo acto con la vida del niño que llevaba en su vientre, ya que estaba embarazada del que hubiese sido el segundo hijo de la pareja. La familia Hébuterne rechazó el cuerpo de su hija por cuestiones religiosas -concebían al suicidio como un pecado mortal, aunque ese adjetivo parezca redundante-, por lo cual Jeanne fue sepultada prácticamente en secreto en un cementerio suburbano de París, siendo trasladada al año siguiente y por la insistencia de artistas amigos, al mismo lecho que Modigliani, donde descansan juntos desde entonces. No son pocas las voces que mencionan que bajo la lápida, la pareja de pintores permanece fundida en un abrazo eterno.

Si de Molière habláramos, debemos decir que no siempre descansó en Père-Lachaise. Antes lo hizo en el Cementerio de la Capilla de Saint Joseph, sin derecho a una tumba que lo identificara y con la compañía de cadáveres de herejes, mayoritariamente suicidas y personas sin bautizar. ¿Los motivos? Ridículos por supuesto, pero radican en que la iglesia no permitía la interpretación y al ser Molière no sólo autor sino también actor, se lo excomulgó. Fue la Revolución Francesa la que fue en búsqueda de su cuerpo y en una procesión no poco cargada de simbolismos anti eclesiásticos, trasladó los restos del genial dramaturgo a su sitio actual en Père-Lachaise. El enfermo imaginario había alcanzado, finalmente, la paz eterna. Su epitafio bien lo describe: "Aquí yace Molière, el rey de los actores. En estos momentos hace de muerto y de verdad que lo hace bien".

Muchas de las tumbas se encuentran en total abandono, pero sinceramente su estado contribuye al encanto del lugar. El padre del positivismo Auguste Comte, el genial filósofo Pierre Bourdieu, el idealista y pensador colombiano José Cuervo, el autor de El retrato de Dorian Grey Oscar Wilde y el estupendo compositor polaco Federico Chopin fueron apareciendo uno tras otro en nuestro camino.

En el caso de Wilde, la muerte lo sorprendió en el destartalado Hotel D`Alsace del Barrio Latino de París, utilizando el seudónimo Sebastian Melmoth para poder escribir y ganar algo de dinero que le permitiera subsistir, luego de conocer la fama con sus libros y la ruina por su condición de homosexual en tiempos de una profunda intolerancia disfrazada de moralidad. Tras el juicio que lo llevó a pasar dos años en prisión, Wilde abandonó su Irlanda natal y su Londres adoptiva para trasladarse a París. En las años finales del siglo XIX, instalado en la capital francesa, se entregó al alcohol y al descuido, encontrándolo la muerte en noviembre de 1900 a sus 46 años. Su tumba guarda algunas notables características. Construida en piedra clara, fue realizada por el escultor norteamericano Jacob Epstein, quien decidió quela tumba del autor de La importancia de llamarse Ernesto se coronara con la figura de un toro alado que puede relacionarse con alguno de los cuentos de Wilde. La curiosidad de la escultura es que originalmente poseía unos preponderantes testículos, que fueron cercenados y desaparecieron misteriosamente en 1961. El otro dato de color en los aposentos finales de Wilde lo aportaron los besos. ¿Los besos?, se preguntaran ustedes... Si, los besos que con lápices labiales dejaban marcados en la piedra fría de su tumba las personas que la visitaban y que obligó a los descendientes del escritor irlandés a poner un vidrio que impidiera esa práctica. Desde 2011 un grueso vidrio se interpone entre el público y la tumba, aunque esa barrera no logra impedir del todo que osados y ágiles visitantes se las arreglen para dejar estampados sus labios en el último refugio de Wilde.

Más joven murió Chopin, quien a sus 39 años colapsó ante la tuberculosis que lo apremiaba. Sus restos reposan en la parte más antigua del camposanto, conocida como Carré des Romantiques Si bien su cuerpo descansa en Père-Lachaise, su corazón fue trasladado a Varsovia, capital de su Polonia natal, donde se conserva en un frasco dentro de una de las columnas de la Iglesia de la Santa Cruz. Hace unos pocos años, científicos estudiaron el corazón de Chopin y coincidieron en estipular que la causa de la muerte fue un severo cuadro tuberculoso. Durante la ocupación que los nazis hicieron de Varsovia, el frasco con el corazón del músico fue escondido y resguardado hasta el final de la Segunda Guerra Mundial. Actualmente, el corazón de Chopin continúa en la Santa Cruz de Varsovia, donde uno puede entrar y sin verlo, acercarse a la columna que lo guarda. Dicen las ancianas que si uno presta atención y hace silencio, aún se pueden escuchar sus débiles pero persistentes latidos.

Pero volvamos a París. El paseo siguió hasta llegar a la tan maltratada tumba del líder de The Doors, Jim Morrison, que tiene el sitio de su reposo final vallado para que sus fans no dejen cigarrillos o botellas de alcohol en forma de ofrendas post mortem. Morrison, sumergido en el agitado mundo de las drogas y el alcohol, besaría a la muerte en su apartamento del barrio parisino de Le Marais, donde fue encontrado por su pareja, sin vida y en la bañera, a los 27 años. El epitafio de su lápida reza en griego antiguo KATA TON AIMONA EAYTOY, lo que puede traducirse como "fiel a su propio espíritu" o "cada uno lleva dentro sus propios demonios", según quien haga de intérprete. 


Después de dedicarle toda la mañana a Père-Lachaise, cruzamos la ciudad y el Sena para apersonarnos en el barrio de Montparnasse y conocer el cementerio homónimo y las Catacumbas, que quedan muy cerquita una del otro. Pero esa... esa será otra historia que publicaremos pronto en lo que será la segunda entrega de estas letras que hemos dado en llamar Epitafios de París.






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